Victoria, mi abuela, hablaba mucho. Todo
el tiempo decía “hablando la gente se
entiende” y le daba resultado… a veces. Ella había venido del sur de Italia
a los nueves años. Toda la vida nos habló de su pueblo, era como si lo conociéramos. Hablaba del rÍo donde bajaba a
lavar la ropa, hablaba de la prima Ana que había ido a parar a Chicago (con
quien se escribió toda la vida), hablaba de su otra prima, María, que había
quedado en su pueblo, hablaba de su
abuelo que había ido a despedirla a la estación envuelto en una capa… juro que
lo veo. Hablaba sobre todo de donde jugaba. Jugaba atrás de la iglesia bajo una
pequeña higuera. Toda la vida habló de esa higuera. En el año 80 estuvieron a
punto de viajar con mi viejo pero se complicaron las cosas. Ella nunca pudo
volver. Para colmo justo ese año, que pensaban viajar, un terremoto barrió su pueblo. Pasó un
tiempo, Victoria murió. En el ’91 mis viejos pudieron viajar. Llegaron al
pueblo, todas las casas eran nuevas, no quedaba nada de lo que Victoria
hablaba, hasta que mi viejo preguntó por la higuera. Ahí estaba, detrás de la
iglesia que era lo único que había quedado en pie. Un árbol enorme estaba como
esperando que alguien volviera.
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